Un espacio personal de reflexión serena

Blog del maestro zen Daizan Soriano

La confianza es una de las cualidades más profundas del corazón humano. Sin ella, la vida se vuelve una defensa constante pero con ella, se abre la posibilidad de una existencia plena, sin miedo ni control. Pero en el camino espiritual es necesario distinguir entre la confianza incondicional, que surge de la comprensión profunda de la realidad, y el buenismo, que es una forma de ingenuidad disfrazada de bondad. Esta diferencia no es un matiz intelectual, sino una cuestión vital ya que de ella depende que nuestra práctica sea auténtica o una ilusión amable.

Confiar de manera incondicional no significa creer ciegamente ni cerrar los ojos ante lo que duele. Significa abrirse plenamente a la vida tal como es, sin exigir que se adapte a nuestras expectativas. Esta confianza nace cuando dejamos de identificarnos con el miedo y la inseguridad que provienen del ego. Es una confianza que no depende de las circunstancias ni de la conducta de otras personas, sino que surge de la experiencia directa de la interdependencia desde la cual nada está separado, nada ocurre fuera del gran tejido de la existencia.

Cuando nos sentamos en zazen con la actitud adecuada estamos practicando precisamente esa confianza. No se trata de creer que todo «saldrá bien», sino de experimentar que la realidad misma ya es suficiente. El simple acto de permanecer sentadas en silencio, respirando, permite que la mente deje de exigir garantías y se reconcilie con el fluir de la vida. Esa reconciliación es el corazón de la confianza incondicional. A veces, esta confianza se despierta de manera natural en momentos de pérdida o de incertidumbre. Cuando todo lo que dábamos por seguro se desmorona, aparece una comprensión más honda, incluso en medio del caos, la vida sigue fluyendo. Descubrimos que no necesitamos sostener el universo sino que más bien somos sostenidos por él. Esa es la confianza que no depende de que las cosas vayan bien, porque no está basada en el control, sino en la entrega lúcida.[^1]

El buenismo, en cambio, se presenta como una máscara de bondad universal. Es el intento de mantener una apariencia de serenidad y de paz, aunque por dentro haya confusión o miedo. El buenismo busca agradar, evitar el conflicto y mantener la ilusión de que «todo está bien», incluso cuando hay sufrimiento o injusticia. Es una actitud comprensible pero cuando se convierte en hábito puede alejarnos de la verdad y una forma de huir automática. El buenismo confunde aceptación con resignación, y compasión con complacencia. Al negar el conflicto o el dolor, deja de haber transformación real. Si en la sangha, en la familia o en el trabajo tratamos de quedar bien con todos evitando nombrar lo que duele o lo que no funciona, el resultado no es la paz, sino una tensión silenciosa. La armonía verdadera no nace de evitar el conflicto, sino de atravesarlo con conciencia y respeto.

En la práctica del zen, esto se manifiesta cuando usamos zazen como refugio emocional, buscando calma o bienestar, en lugar de practicar el estado de presencia despierta ante lo que realmente somos. El buenismo puede transformar la práctica en una forma de evasión espiritual si nos sentamos para sentirnos mejores, pero no para ver de verdad. En ese sentido, el buenismo no es una expresión de confianza, sino una forma sutil de miedo al dolor y al cambio.[^2]

La confianza incondicional no nos vuelve ingenuos ni vulnerables a la manipulación. Al contrario, nos vuelve libres, porque deja de ser necesario protegernos de todo. Confiar no es «dejar que todo pase» sin discernimiento, sino mirar con claridad y actuar desde la compasión, no desde el miedo.

Imagina que alguien en la sangha o en tu entorno actúa de forma dañina. El buenismo tendería a justificarlo con frases como «seguro que no lo hizo con mala intención» o «hay que tener paciencia», evitando afrontar la situación. La confianza incondicional, en cambio, permite reconocer el daño y actuar con firmeza, sin odio ni juicio, pero con responsabilidad. Esa confianza descansa en la comprensión de que incluso las acciones equivocadas son parte de un proceso de aprendizaje que incluye a todas las personas. Confiar no significa bajar la guardia, sino abrir el corazón sin cerrar los ojos. La ingenuidad ciega nos lleva a sufrir innecesariamente y la confianza lúcida nos enseña a vivir con apertura, sin exigir certezas.

En la vida cotidiana, la confianza incondicional se cultiva en los pequeños gestos. Es levantarse por la mañana y hacer lo que hay que hacer, sin dramatizar. Es seguir adelante cuando el futuro es incierto. Es cuidar de otras personas sin necesidad de garantías de reciprocidad. Es vivir sabiendo que no podemos controlar el resultado, pero sí podemos estar presentes. Cuando practicamos zazen día tras día, aunque la mente se resista, estamos entrenando precisamente esa confianza. En cada respiración, renunciamos a la expectativa de un “yo” que medita bien o mal. En ese instante, la práctica se convierte en expresión pura de confianza. Del mismo modo, cuando escuchamos a alguien sin juzgar ni interrumpir, estamos cultivando esa misma cualidad. Escuchar sin querer corregir o convencer es una forma de confiar en la sabiduría que también habita en la otra persona.

La confianza incondicional no es una emoción pasajera, es lo contrario del control, del cálculo y del miedo a perder. Desde esta confianza, las cosas se hacen con naturalidad, sin tensión.[^3]

El buenismo puede infiltrarse de formas muy sutiles. Puede disfrazarse de compasión o de humildad, pero en el fondo sigue buscando reconocimiento o seguridad. Es el deseo de ser vistos como «buenas personas» o como practicantes «espirituales». Pero esta necesidad de aprobación mantiene viva la dualidad entre «yo» y «las demás personas», entre «lo bueno» y «lo malo».

Cuando el buenismo domina, la práctica se vuelve artificial. Se busca una paz que excluye la ira, un amor que niega la tristeza, una espiritualidad que huye del cuerpo y de la tierra. El resultado es un equilibrio falso, como una máscara que tarde o temprano se agrieta. La confianza incondicional, en cambio, abraza también la sombra. Reconoce la ira, la tristeza, el deseo o la confusión como partes del mismo camino. No trata de eliminarlos, sino de verlos con claridad y comprensión. Desde esta mirada, incluso las emociones difíciles se convierten en maestras.

El mundo actual parece diseñado para destruir la confianza: información contradictoria, desconfianza social, miedo al futuro. La mente condicionada por el sesgo de negatividad tiende a fijarse más en lo que amenaza que en lo que sostiene. Practicar confianza incondicional es, en este contexto, un acto profundamente subversivo. No se trata de negar los problemas, sino de no permitir que el miedo determine nuestras decisiones. En medio de la crisis, la enfermedad o la pérdida, podemos seguir practicando, seguir sirviendo a las demás personas. Esa es la confianza que transforma el miedo en presencia.

A veces, la confianza se manifiesta en algo tan sencillo como seguir viniendo al dojo cuando todo parece inútil. O en mantener viva la práctica cuando la mente dice «no sirve para nada». En esos momentos, no confiamos porque estemos seguros, sino porque sabemos que no hay otro lugar donde estar.[^4]

Confiar incondicionalmente es vivir desde la autenticidad, desde nuestra auténtica naturaleza original. No es una idea ni una técnica, es mirar con ojos abiertos la impermanencia, es caminar sabiendo que cada paso es incierto, pero seguir caminando. Esta confianza no puede fabricarse, simplemente surge cuando dejamos de resistirnos. Cuando ya no necesitamos que la vida sea distinta, el corazón se abre de manera natural. En ese instante, comprendemos que no estamos solas y que somos uno con el universo entero.

El buenismo, en cambio, busca fabricar esa sensación. Intenta forzar la paz y la bondad como una obligación moral o como una fachada. Pero la auténtica paz no puede impostarse. Aparece cuando cesa la lucha por ser alguien, cuando descansamos en la sencillez de ser lo que realmente somos.

Por eso zazen no es una práctica para mejorar o evolucinar, sino que es un medio hábil para recordar lo que ya somos: una expresión completa de la vida, sin nada que añadir ni que quitar.[^5]

La confianza incondicional no excluye el discernimiento. De hecho, lo potencia. Cuando dejamos de actuar movidos por el miedo o la búsqueda de aprobación, nuestras decisiones se vuelven más claras. Aprendemos a decir no sin odio, a poner límites sin cerrarnos, a amar sin poseer. El buenismo confunde amor con complacencia; la confianza incondicional comprende que el amor verdadero también puede decir basta.

En la sangha, en la familia o en la sociedad, esta confianza lúcida se manifiesta como una presencia firme y serena. No necesitamos imponernos ni justificarnos, simplemente actuamos desde lo que sentimos verdadero. Esa naturalidad inspira más que mil discursos. Confiar incondicionalmente no es mirar el mundo con optimismo, sino con realismo, es decir, ver las cosas como son y responder desde la autenticidad.

Por tanto, la confianza incondicional y el buenismo representan dos maneras muy distintas de relacionarnos con la vida. El buenismo quiere que todo encaje, que todo sea amable, y para ello se aferra a una idea idealizada de la bondad. La confianza incondicional, en cambio, abraza la totalidad, con sus luces y sus sombras. Allí donde el buenismo niega, la confianza integra. Allí donde el buenismo teme, la confianza se entrega. Allí donde el buenismo busca aprobación, la confianza descansa en la realidad misma.

Practicar confianza incondicional es caminar con los ojos abiertos, sin certezas, pero con el corazón despierto. Es vivir sabiendo que la vida, con todos sus matices, ya es digna de confianza. No porque sea perfecta según nuestro juicio, sino porque no podría ser de otra manera. Cuando esta comprensión se encarna, cuando respiramos desde ella, descubrimos que la bondad auténtica no necesita fingir. Surge sola, como la luz del alba que se filtra al amanecer después de una larga noche.


[^1]: En la tradición zen, esta actitud se relaciona con el término japonés shinjin datsuraku («abandonar cuerpo y mente»), que expresa la rendición total al momento presente.
[^2]: En la literatura budista moderna, este fenómeno se conoce como spiritual bypassing (evasión espiritual): usar prácticas espirituales para evitar enfrentar heridas o conflictos internos.
[^3]: Dōgen enseñó que «la práctica misma es la iluminación». Confiar incondicionalmente en la práctica es reconocer que no hay nada fuera del instante presente que alcanzar.
[^4]: Dōgen, Shōbōgenzō – Genjōkōan: «Estudiar el camino es estudiarse a sí mismo; estudiarse a sí mismo es olvidarse de sí mismo».
[^5]: En el zen se dice que la mente original es como el cielo: las nubes van y vienen, pero el cielo nunca se altera. Confiar incondicionalmente es reconocer ese cielo en medio de las tormentas.


Daizan Soriano

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El sesgo de confirmación es uno de los mecanismos de percepción más habituales, pero al mismo tiempo es uno de los que nos pasa más desapercibido. Básicamente consiste en nuestra tendencia a buscar y aceptar automáticamente la información que confirma nuestras creencias previas, mientras desechamos o ignoramos aquello que las cuestiona. En psicología se estudia como un filtro cognitivo; en la práctica del budismo Soto Zen lo reconocemos como una de las formas en que el yo se protege y refuerza su propia narrativa.

Cuando nos sentamos en zazen, no tardamos en ver cómo la mente produce pensamientos que giran siempre alrededor de lo mismo, ideas recurrentes, recuerdos que sostienen nuestra identidad, juicios que nos reafirman en lo que ya pensábamos. Esa es la voz del sesgo de confirmación, que susurra constantemente: “Yo tenía razón”, “Lo sabía”, “Así son las cosas”. Pero la práctica consiste precisamente en no seguir ese hilo, en dejar pasar lo que surge, en abrirnos a lo que es sin necesidad de encajarlo en un esquema previo.

El despertar, en este sentido, es aprender a ver la realidad sin las gafas de nuestro sesgo. No significa que la mente deje de fabricar historias, sino que empezamos a reconocer cómo lo hace. Al observar cómo la mente confirma constantemente su propia versión de la realidad, comenzamos a percibir que esa versión no es absoluta ni sólida. Y aprendemos a no confiar ciegamente en juicios de valor automáticos.

En la vida diaria esto tiene consecuencias muy concretas. En una conversación con alguien cercano, por ejemplo, nuestra mente tiende a seleccionar solo las palabras que encajan con la imagen que ya teníamos de esa persona. Si la creemos hostil, interpretaremos cualquier silencio como desprecio. Si la creemos generosa, cualquier gesto nos servirá de confirmación. Nuestra práctica de meditación nos entrena para ver cómo ese mecanismo se activa y, al reconocerlo, deja de dominar nuestra percepción. En lugar de apresurarnos a sacar conclusiones, aprendemos a dejar espacio, a escuchar sin tanta prisa, a convivir con la incertidumbre.

Un ejercicio sencillo para trabajar con el sesgo de confirmación es anotar nuestras convicciones más firmes y, después, someterlas a una especie de prueba regulatoria: ¿qué evidencias objetivas sostienen esta creencia?, ¿qué hechos la contradicen?, ¿qué pasaría si estuviera equivocado? Al hacerlo, podemos tomar clara conciencia de lo estrecho que puede llegar a ser nuestro punto de vista y se abre un espacio de flexibilidad interior.

Hoy en día, el sesgo de confirmación no se limita a nuestra mente individual. Los algoritmos de las redes sociales, los medios de comunicación , las campañas publicitarias y los partidos políticos lo explotan para mantenernos enganchados, ofreciéndonos cada vez más contenido que confirma nuestras opiniones, gustos y miedos. Así, sin darnos cuenta, entramos en un bucle en el que la información que recibimos refuerza nuestras creencias iniciales, polarizando nuestra visión del mundo. Desde la perspectiva budista, esto significa que nuestras tendencias kármikas se ven amplificadas: si cultivamos el miedo, se nos mostrará más miedo; si cultivamos la ira, encontraremos más motivos para enfadarnos; si nos aferramos a la seguridad de “tener razón”, siempre habrá un vídeo, un comentario o una noticia que lo confirme. La práctica del zen, en cambio, apunta en la dirección opuesta: en lugar de ser arrastrados hacia los extremos, nos ayuda a regresar al centro, a la experiencia directa, al silencio que no necesita reforzarse con nada.

Ahora bien, conviene recordar que zazen no es una panacea. Aunque practiquemos con honestidad, el sesgo de confirmación se nos puede colar en nuestra percepción inconscientemente. Por eso es valioso contar con otros medios que nos ayuden a contrarrestarlo. La lectura crítica, el diálogo sincero con otras personas, la sangha de practicantes, el estudio del Dharma, la orientación de un maestro o maestra, e incluso la psicoterapia en ciertos casos, pueden funcionar como espejos que ponen en evidencia nuestras zonas ciegas. La práctica no consiste en aferrarse solo a una técnica, sino en cultivar una vida entera que se abra al discernimiento y a la compasión.

La meditación profundiza esta práctica porque nos ayuda a tomar conciencia de que esas convicciones forman parte de nuestra historia personal, de nuestro bagaje y de nuestras tendencias kármicas. No se trata de rechazarlas ni de negarlas, sino de reconocerlas como lo que son: construcciones de la mente. Al verlas así, poco a poco nos vamos desidentificando. Ya no necesitamos que nuestras creencias nos definan por completo; dejan de ser muros inamovibles y se convierten en ventanas por las que entra el aire fresco. Naturalmente esto nos hace más libres de nuestros condicionamientos, este es el fruto de la práctica.

El Buda lo expresó así:

Monjes, así como el poderoso océano tiene un solo sabor, el sabor de la sal, del mismo modo, monjes, este dhamma tiene solo un sabor, el sabor de la libertad.[1]

Con la práctica perseverante, los sesgos de percepción se van desactivando poco a poco. Es cierto que nunca desaparecen del todo —seguimos siendo humanos—, pero dejan de ser el filtro principal a través del cual nos relacionamos con el mundo. Al volvernos transparentes a estos mecanismos, se abre en nosotros una mirada más libre, más amplia y más compasiva. Es ahí donde la práctica revela toda su profundidad: en la posibilidad de vivir sin aferrarnos a la certeza de “tener razón”, con la humildad y la honestidad de reconocer cuando hemos caído en un sesgo y actuar en consecuencia.

Ese es, en última instancia, el verdadero regalo de la práctica: descubrir que el mundo es más amplio que nuestras convicciones, más vasto que nuestros filtros, más fresco que cualquier relato.

[1]: F. L. Woodward, traductor, The Minor Anthologies of The Pali Canon, part ii, Udana: Verses of Uplift and Itivuttaka: As it Was Said, Oxford University Press, Londres, 1948, p. 65


Daizan Soriano

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En los años sesenta, el poeta Gary Snyder escribió un texto que se convirtió en un pequeño manifiesto para toda una generación. Lo llamó Buddhism and the Coming Revolution [1] y allí planteaba que el budismo, en su esencia, era una forma natural de anarquismo: comunidades libres, sencillez de vida, respeto por la tierra y rechazo a toda forma de dominación. Aquella visión, nacida en el cruce entre la práctica zen y la contracultura de la época, inspiró a muchas personas.

Lo cierto es que el budismo Soto Zen, tal y como lo practicamos y transmitimos en la CSZCM [2], no es un proyecto político ni un programa de transformación social. El budismo nació como un camino de liberación, como una vía directa para descubrir en la experiencia inmediata la raíz del sufrimiento y la posibilidad de vivir sin estar apegados ciegamente al ego. El riesgo de traducir el dharma en términos de ideología —sea anarquismo, marxismo o liberalismo— es reducir una enseñanza radicalmente universal a un molde histórico por definición limitado.

Por otro lado, decir que el budismo “no es político” puede convertirse en una excusa para mirar hacia otro lado. Y la historia nos muestra que esa neutralidad significa complicidad con órdenes sociales injustos, como por ejemplo monjes legitimando guerras, templos sosteniendo castas, instituciones religiosas acomodadas al poder. Cuando el budismo olvida la dimensión social del sufrimiento, se traiciona a sí mismo.

¿Cómo resolver entonces esta tensión? Quizá la respuesta esté en comprender qué significa, en verdad, no politizar la práctica. No se trata de fomentar una actitud de indiferencia por una malentendida ecuanimidad, ni de callar frente al dolor. Se trata de no identificar el despertar con ninguna bandera, de no caer en la lógica del enemigo y del vencedor, a la que nos lleva el pensamiento dicotómico automático.

Para el budismo Soto Zen la raíz de toda opresión está en el apego ilusorio al yo y lo mío. La verdadera revolución empieza en zazen, ya que es la vía directa para dejar de sostener las narrativas del ego. Zazen no puede ser nunca una evasión de la realidad ni una acción sin cálculo, sin esperar nada a cambio, sin medir victorias. Una acción que se expresa en la vida cotidiana: escuchar al que sufre, trabajar con honestidad, cuidar la tierra...

Snyder y su “anarquismo budista” quiso convertir el budismo en una alternativa social y cultural frente al capitalismo y al militarismo. El budismo Soto Zen, en cambio, no ofrece utopías. Ofrece una práctica que atraviesa cualquier forma social, y que puede vivirse en una comuna, en un templo, en una familia o en una ciudad moderna. Lo esencial no es la forma externa, sino la calidad de presencia que traemos a cada situación.

En definitiva, no se trata de fundar un nuevo sistema socioeconómico ideal. Se trata de vivir en este mundo imperfecto sin dejarnos atrapar por el odio, el deseo ni la indiferencia y aprender a responder con claridad y con ternura ante los desafíos cotidianos. Asumir que el sufrimiento no es algo que podamos erradicar de una vez para siempre, sino algo que podemos transformar, instante tras instante, con paciencia y honestidad.

Ese es, quizá, el verdadero manifiesto del budismo Soto Zen: continuar. Continuar sentándonos, levantándonos, respirando, actuando, cuidando. Continuar sin esperar nada a cambio. Continuar porque ya en este mismo instante, la vida se manifiesta completa.

[1]: Versión traducida https://sotozen.es/zendodigital/articulos/buddhismo-la-revolucion-venidera-gary-snyder/ [2]: Sitio oficial de la Comunidad Soto Zen Camino Medio https://caminomedio.org


Daizan Soriano

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Estoy leyendo el último libro de Yuval Noah Harari, Nexus: Una breve historia de las redes de información desde la Edad de Piedra hasta la IA. En él, Harari explora cómo la información ha tejido la historia humana y cómo la irrupción de la inteligencia artificial abre un capítulo sin precedentes. Entre sus reflexiones, dedica un espacio a un asunto que como budista me parece clave: qué principios éticos deberían guiar a la IA. Este texto no es un resumen del libro, sino un diálogo con sus propuestas desde la práctica del budismo soto zen.

Harari menciona dos grandes corrientes que han marcado la filosofía moral occidental: la deontología y el utilitarismo. A partir de ahí, advierte de sus límites y propone un marco más flexible. Aquí intento explicar esos enfoques con ejemplos sencillos y ponerlos en conversación con la ética budista, para ver semejanzas, diferencias y, sobre todo, qué puede servirnos hoy al diseñar y usar sistemas de IA.

Deontología: el deber por encima de todo

La deontología, cuyo representante más conocido es Immanuel Kant, parte de la idea de que existen principios morales universales que deben cumplirse siempre, sin importar las consecuencias. Dicho simple: hay cosas que están mal, «pase lo que pase». Ejemplos clásicos son «no matarás» o «no mentirás». En la vida diaria, se parece a respetar un semáforo en rojo, aunque la calle esté vacía: la norma protege algo valioso y no depende de cómo te sientas hoy.

Trasladado a la IA, esto implicaría programar sistemas con reglas fijas. Por ejemplo: un asistente que nunca invente datos (no mentir), un vehículo autónomo que nunca exceda la velocidad, o un algoritmo médico que nunca comparta información sensible. La ventaja es la claridad: sabemos a qué atenernos. El riesgo es la rigidez: el mundo es cambiante, y una regla absoluta puede chocar con situaciones límite. ¿Qué pasa si «no mentir» expone a alguien a un daño grave? ¿O si respetar una regla al pie de la letra empeora un problema en vez de aliviarlo?

Harari advierte que esta rigidez puede causar efectos no deseados. Un sistema que actúa sin considerar el contexto corre el riesgo de hacer daño por obedecer demasiado bien. En ética, la intención importa, pero también el resultado y la situación concreta.

Utilitarismo: el bien medido en resultados

El utilitarismo mide lo correcto por sus consecuencias: la acción buena es la que produce el mayor beneficio para el mayor número de personas. En la vida diaria, lo reconocemos cuando alguien dice: «no es ideal, pero es lo mejor para la mayoría». Trasladado a la IA, imaginaríamos algoritmos que calculan cómo maximizar el bienestar global: asignar recursos sanitarios, organizar el tráfico, o priorizar contenidos educativos que más ayuden.

Su fuerza es la practicidad y la mirada a gran escala. Su sombra es que, si solo importa el resultado agregado, podemos justificar medios dañinos, sacrificar a minorías o ignorar valores como la justicia o la dignidad. Una IA obsesionada con «la eficiencia» podría tomar decisiones frías y deshumanizadas, aunque mejore algunas estadísticas. El marco que propone Harari

En Nexus, Harari no se queda con una sola postura. Propone un enfoque combinado que incluya, al menos, tres elementos:

  • Benevolencia activa: que la IA no se limite a obedecer, sino que busque hacer el bien. Es la diferencia entre «no hacer daño» y «cuidar».
  • Sabiduría socrática: reconocer límites, ser capaz de decir «no sé» y actuar con cautela ante la incertidumbre. La humildad es una virtud técnica y moral.
  • Regulación independiente: instituciones humanas que supervisen, corrijan y auditen los sistemas para evitar abusos y sesgos. Ninguna tecnología debería evaluarse a sí misma en solitario.

La idea de fondo es que ninguna ética por sí sola basta para la complejidad de un mundo donde también deciden inteligencias no humanas. Necesitamos una aproximación híbrida, adaptativa y vigilada.

La ética budista: contexto, intención y despertar

¿Qué puede aportar el budismo en este sentido? Desde mi punto de vista ofrece un marco que, sin coincidir exactamente con deontología o utilitarismo, recoge aspectos de ambas dentro de una visión distinta. Tres claves:

  • Contextualidad. Las acciones se valoran según la situación concreta y la red de relaciones implicadas. Nada existe aislado; todo está interconectado. Mirar el contexto evita lecturas rígidas y nos recuerda que un mismo acto puede tener efectos muy diferentes según las condiciones.

  • Intencionalidad. Lo decisivo no es solo el acto, sino la motivación que lo impulsa. ¿Nace de la codicia, la aversión o la ignorancia (los «tres venenos»)? ¿O surge de la compasión y la sabiduría? En términos modernos, podríamos hablar de nuestras tendencias kármikas: hábitos mentales y emocionales que condicionan cómo percibimos y actuamos. En IA, esto inspira a hacer visibles las intenciones del sistema: qué optimiza, qué prioriza y con qué límites.

  • Orientación al despertar. El objetivo último del budismo no es cumplir deberes ni maximizar placeres, sino reducir el sufrimiento y favorecer la liberación de todos los seres. Los preceptos del budismo, como no dañar, no mentir, no robar, etc., son entrenamientos, no castigos ni dogmas. Nos ayudan a cultivar compasión (karuna) y sabiduría (prajñā) en coherencia con el fin. En este marco, una acción «eficiente» pero guiada por la codicia o la indiferencia no se considera plenamente correcta.

Ejemplos cotidianos

Vehículos autónomos. La deontología diría «no exceder la velocidad, nunca». El utilitarismo podría permitir excepciones si eso reduce accidentes en conjunto. La mirada budista añadiría: ¿qué intención guía al sistema? ¿Busca genuinamente no dañar y cuidar? ¿Cómo pondera riesgos para personas vulnerables, peatones, ciclistas y menores, en contextos reales, no ideales?

Diagnóstico médico con IA. Un enfoque utilitarista prioriza aumentar aciertos globales; el deontológico insiste en no violar la confidencialidad. La ética budista recuerda que la relación clínica es también un vínculo humano: transparencia, posibilidad de decir «no sé» y derivar, y atención especial a quienes pueden quedar fuera del «promedio» (enfermedades raras, minorías no representadas en los datos).

Moderación de contenidos. Maximizar «bienestar medio» podría silenciar voces minoritarias para evitar conflictos. Un enfoque budista invitaría a proteger la dignidad y crear espacios de diálogo, con reglas claras y aplicadas, con sensibilidad al contexto, además de rendición de cuentas ante la comunidad.

Educación. Un tutor virtual puede optimizar resultados de exámenes, pero ¿qué pasa con la curiosidad, la paciencia o la confianza del alumnado? La benevolencia activa pide que la IA cuide no solo el rendimiento inmediato, sino el bienestar profundo y el aprendizaje significativo a largo plazo.

Principios operativos para una IA compasiva y prudente

No basta con bellas palabras; hacen falta guías prácticas. Propongo esta síntesis inspirada por Harari y por la ética budista:

  • Mínimo daño: priorizar no dañar, especialmente a personas y colectivos vulnerables. Cuando haya incertidumbre, elegir la opción más cuidadosa.
  • Intención explícita: declarar qué optimiza el sistema, qué límites tiene y qué nunca hará. Evitar objetivos opacos.
  • Humildad técnica: capacidad real de decir «no sé», pedir ayuda humana y detenerse. Los sistemas deben poder fallar con seguridad.
  • Contexto e interdependencia: evaluar efectos más allá del caso individual: en el ecosistema social, cultural y ambiental.
  • Medios hábiles (upaya): adaptar la respuesta al caso sin traicionar los valores de fondo. Flexibilidad con brújula ética.
  • Rendición de cuentas: auditorías independientes, trazabilidad de decisiones y vías de reparación cuando haya daños.
  • Formación y práctica: equipos que cultiven atención plena, escucha y ética aplicada. La calidad humana del equipo se refleja en el código de programación de las IA.

Un diálogo posible

Si aplicamos esta mirada al problema que plantea Harari, podríamos decir que la deontología aporta claridad de principios, pero necesita flexibilidad; el utilitarismo aporta atención a resultados, pero necesita cuidar los medios y las motivaciones; y la ética budista propone sostener juntas las tres dimensiones, principios, consecuencias e intenciones, orientadas a la disminución del sufrimiento.

Un sistema de IA inspirado en este espíritu no solo seguiría normas ni solo optimizaría métricas: leería el contexto, cuidaría la intención detrás de cada decisión y priorizaría el bienestar profundo, no solo la satisfacción inmediata. No se trata de máquinas «buenas» por decreto, sino de tecnologías inscritas en comunidades que practican la responsabilidad, la transparencia y el cuidado.


La IA no será mejor que las comunidades que la desarrollan. Si creamos marcos donde la verdad se contrasta, el poder rinde cuentas y el error se repara, la técnica puede ponerse al servicio de la dignidad. Esto se resume en un compromiso práctico: reducir el daño, cuidar a quienes quedan fuera del promedio y aprender juntos a cada paso.

No programamos solo código: nos programamos a nosotros y nosotras cada vez que elegimos cómo usarlo. Cuando una mente sabe parar, escuchar y cuidar, la tecnología se vuelve un medio hábil, no un obstáculo. Mirar el sufrimiento de frente y responder de la manera más adecuada posible en cada situación, es una ética que necesitamos aplicar también a la IA.


Daizan Soriano

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La guerra no es solo una tragedia humana, es la expresión más clara del fracaso colectivo en comprender nuestra profunda interdependencia. Frente a la violencia, debemos rechazar toda acción que perpetúe el sufrimiento y comprometernos activamente con la paz y la compasión. No existe «guerra justa», pues toda guerra implica una ruptura fundamental del respeto por la vida, generando más odio, dolor y sufrimiento. La violencia nunca puede ser un camino válido para la resolución de conflictos, porque perpetúa los tres venenos básicos del sufrimiento humano: la codicia, el odio y la ignorancia.

Cada acto de violencia externa refleja nuestro propio estado interno. Las guerras en Ucrania, Gaza, Myanmar o Sudán, aunque lejanas en términos geográficos, son reflejos de nuestros conflictos internos, personales y colectivos. La violencia global surge porque no reconocemos plenamente el dolor de los demás como nuestro propio dolor. Esta falta de reconocimiento es una manifestación clara de nuestra ignorancia, la cual nos separa artificialmente del otro. Tenemos que reconocer que todos los seres somos interdependientes y que la violencia contra otro ser humano es, finalmente, violencia contra nosotros mismos.

Como practicante de budismo Soto Zen, a veces me siento como un mosquito intentando atravesar la piel de un elefante. Sin embargo, incluso desde esta aparente pequeñez, creo profundamente que algo puede hacerse. Por ejemplo:

  • Denunciar la injusticia: No permaneciendo en silencio frente a actos violentos, abusos o injusticias, sean estos visibles mediáticamente o no. La denuncia pacífica y consciente es una forma clara de responder ante la violencia.
  • Promover la reconciliación: Impulsando procesos que sanen heridas, reconozcan el sufrimiento infligido y permitan la reparación emocional, social y espiritual de víctimas y victimarios por igual.
  • Construir paz cotidianamente: Asumir la paz como una tarea diaria, comenzando por nuestros entornos más inmediatos. La paz global comienza con relaciones basadas en la compasión, la escucha profunda y la ausencia de violencia en todos nuestros actos cotidianos.

La Historia del Zen y la Ambigüedad frente a la Guerra

No quiero dejar de hacer mención en esta entrada de blog a la historia del zen que muchos practicantes desconocen. Históricamente, algunos maestros zen han justificado o incluso apoyado guerras y conflictos armados [1]. Durante períodos como la era feudal en Japón, hubo maestros zen que respaldaron a líderes militares bajo la justificación de proteger valores espirituales. Este apoyo, muchas veces basado en una interpretación sesgada de las enseñanzas zen, refleja la complejidad histórica y cultural en la que también el zen ha estado inmerso.

Otro momento notable fue durante la Segunda Guerra Mundial, cuando el nacionalismo japonés llevó a algunos maestros zen a justificar y apoyar activamente la participación del país en la guerra. Esta posición nacionalista, que entró en profunda contradicción con los principios fundamentales del budismo, sigue siendo un tema de reflexión y autocrítica en la comunidad zen contemporánea.

Reconocer esta realidad histórica no es debilitar la postura actual que algunos maestros podamos mantener, sino fortalecerla al asumir honestamente las acciones realizadas en el pasado. Recordándonos la necesidad constante de vigilar nuestra comprensión y aplicación del Dharma, asegurándonos siempre de permanecer firmemente anclados en la compasión y la no-violencia como valores esenciales.

No-Acción como Respuesta Efectiva

La tradición zen nos enseña que la verdadera acción surge de un estado mental de ecuanimidad profunda, no contaminada por la reactividad emocional ni por el deseo de venganza. El cultivo sistemático de esta actitud es esencial para abordar conflictos desde un espacio de calma y sabiduría, permitiendo que nuestras respuestas estén en armonía con el bienestar colectivo.

Esto no implica pasividad ni inacción. Por el contrario, significa actuar con plena consciencia y claridad ética, buscando siempre proteger y preservar la vida, reducir el sufrimiento y favorecer la reconciliación.

Como practicantes zen, es fundamental que mantengamos una postura clara: la violencia nunca es una solución legítima ni sostenible. Cualquier victoria obtenida mediante la violencia es efímera, pues solo siembra nuevas semillas de odio y dolor que inevitablemente germinarán en conflictos futuros.

La paz auténtica no se impone con armas ni amenazas, sino que se construye sobre el reconocimiento mutuo, la empatía profunda y la compasión genuina. Por ello, debemos rechazar explícitamente cualquier intento de justificar moral, religiosa o políticamente el uso de la violencia.

Meditar es un acto revolucionario porque confronta directamente las raíces internas de la violencia. A través del zazen, reconocemos y transformamos nuestras propias semillas de odio, codicia e ignorancia, contribuyendo a que estas no se manifiesten en violencia externa. Cada meditación, cada momento de atención plena, es un compromiso con la paz. Al cultivar nuestra mente y corazón, asumimos una responsabilidad directa en la creación de un mundo menos violento, más justo y compasivo.

La Utilidad del Bien: Ética y Compasión

Mientras escribía esta entrada, leí un artículo del filósofo Luciano Floridi titulado La utilidad del bien. Reflexiones sobre los horrores del mundo[2], y su propuesta me hizo detenerme a reflexionar. Floridi defiende la idea de actuar éticamente no por una recompensa, sino porque el bien tiene valor en sí mismo. Esta perspectiva resuena profundamente con la ética budista y, en particular, con la vía del bodhisattva y la Vía del zen.

En el budismo Soto Zen hacemos énfasis en que no hay nada que obtener (musotoku): el camino del bodhisattva no busca recompensas ni logros personales, sino que actúa desde una compasión libre de expectativas. Esta actitud se sostiene sobre tres pilares fundamentales: no apegarse a la acción, no apegarse al resultado de la acción, y no apegarse a la idea de un yo que realiza una acción. Así, el bien se manifiesta como una expresión natural de nuestra naturaleza búdica, no como un medio para alcanzar fines. Actuar desde esta comprensión es liberar la acción del ego y del cálculo, permitiendo que surja de la vacuidad, clara y directa.

El bien no se practica por su utilidad inmediata, sino porque expresa y cultiva nuestra verdadera naturaleza. Incluso cuando el mundo parezca dominado por la violencia, incluso cuando nuestras acciones parezcan insuficientes, hacer el bien es resistir, es mantenerse humano, es recordar que la compasión es nuestra forma más profunda de estar en el mundo. Incluso cuando el mundo parezca dominado por la violencia, incluso cuando nuestras acciones parezcan insuficientes, hacer el bien es resistir, es mantenerse humano, es recordar que la compasión es nuestra forma natural y auténtica de ser y estar en el mundo.

Justicia y Acción Colectiva

Un reciente estudio psicológico dirigido por David Gordon y Mikael Puurtinen, publicado en Social Psychological Bulletin, muestra que la justicia por parte de quienes están en posiciones de poder depende significativamente de la capacidad de quienes no tienen poder para actuar colectivamente contra la injusticia. Según los investigadores, cuando es más fácil organizar la acción colectiva contra los abusos, quienes ostentan el poder tienden a comportarse de forma más equitativa. Por el contrario, cuando la protesta o la resistencia colectiva es difícil o costosa, los individuos poderosos se sienten libres de actuar injustamente con mayor impunidad. Puedes consultar el estudio completo en EurekAlert3.

Esta investigación refuerza una perspectiva importante desde el budismo zen: nuestra responsabilidad colectiva y personal frente a la injusticia. La enseñanza zen de actuar desde la compasión y la sabiduría no implica resignación o pasividad, sino todo lo contrario: implica una respuesta consciente, unificada y decidida contra el abuso y la violencia.

Nuestro compromiso con la paz no solo debe ser personal, sino también social y colectivo. La transformación hacia un mundo justo y no violento requiere de una sociedad capaz de unirse para responder pacífica pero firmemente ante los abusos del poder. La guerra nos desafía profundamente, y nuestra respuesta debe ser contundente y clara: comprometernos sin reservas con la paz y la no-violencia. Este compromiso es una práctica cotidiana, consciente y constante.

Que cada conflicto actual sirva como recordatorio urgente de nuestro deber espiritual y ético de cultivar la compasión, denunciar la violencia y trabajar incansablemente por un mundo donde la guerra sea solo un triste recuerdo del pasado. En cada acto consciente, en cada respiración meditativa, renovamos nuestro voto de ser agentes activos de paz, sabiendo que solo a través del compromiso constante con la no-violencia lograremos transformar verdaderamente nuestro mundo.

«Que todos los seres sean felices, que estén seguros, que estén en paz. […] Así como una madre protege a su único hijo con su vida, así con un corazón sin límites, uno debería amar a todos los seres vivientes.» Karaniya Metta Sutta4.

[1]: Si deseas profundizar en este tema, el libro Zen at War ofrece datos concretos. https://www.amazon.es/Zen-War-Peace-Library/dp/0742539261 [2]: En el blog Huellas del Zen: La utilidad del bien. Reflexiones sobre los horrores del mundo. https://huellaszen.blogspot.com/2025/08/la-utilidad-del-bien-reflexiones-sobre.html


Daizan Soriano

www.daizansoriano.com

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